28 mar 2012

Ella

Ella, Revista Narrativas, 18, Zaragoza, Julio-Septiembre, 2010, pp.107-115

¿Cómo pudo suceder?, se preguntaba Jean Dupuis mientras apoyaba sus manos sobre la mesa donde trabaja y sacudía la cabeza de un lado a otro. ¡¿Cómo?! Nunca se había sentido de aquella manera; jamás. Y ahora de repente... Sonrió de manera cínica mientras se incorporaba y se pasaba las manos por el rostro en un intento por borrar de su mente aquellos pensamientos. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Su mente se llenó aún más con el rostro de ella. Con su sonrisa de niña traviesa, con sus mejillas encendidas producto de sus miradas, con sus cabellos recogidos en una coleta mientras algunos mechones rebeldes se escapaban de ese cautiverio forzoso, y acariciaban su rostro; y cuando fruto de su concentración en el trabajo mordisqueaba el bolígrafo y lo dejaba atrapado entre sus finos labios, mientras fruncía el entrecejo.
Jean sonrió de manera divertida cuando recordó las innumerables ocasiones en las que ella lo había espiado por el rabillo del ojo, mientras permanecía absorta en la tela del cuadro que restauraba. Pero, ¿por qué ella se había adueñado de sus pensamientos cuando no estaban juntos? ¿Qué tenía ella que no hubiera visto en el resto? Jean se pasó la mano por su cuello y se estiró antes de sentarse y recordar cómo había empezado todo. Como una diversión... como un juego... al que él estaba acostumbrado a jugar y a ganar, pero ahora parecía estar perdiendo.
El ambiente en el café estaba cargado. Jean permanecía sentado a una mesa leyendo el periódico en compañía de una humeante taza. Permanecía absorto a todo lo que pasaba a su alrededor, y ni tan siquiera se percató de la presencia junto a su mesa.
–Celebro verte, Jean –le dijo captando toda su atención al momento. Éste levantó la vista del periódico, y miró al extraño. Frunció el ceño como si no lo conociera, pero al instante asintió dando a entender todo lo contrario.
–Michel. ¿Cuánto tiempo hace que...? –la pregunta quedó inacabada dando paso a un apretón de manos y a una sincera invitación por parte de Jean para que se sentara–. ¡Qué casualidad!
Michel sonrió de manera cínica mientras cruzaba sus brazos sobre la mesa y aguardaba a que el camarero viniera a tomarle nota.
–Lo cierto es que andaba buscándote.
–¿A mi? –le preguntó un más que sorprendido Jean.
–A ti. Sí –le respondió con toda intención mientras esperaba a que le sirvieran.
–¿Por qué motivo? –le preguntó un intrigado Jean mientras llevaba la taza a su labios para beber.
–Necesito que me hagas un favor. Claro está, será debidamente remunerado –se apresuró a especificar.
Jean se recostó sobre el respaldo de la silla y entrecerró los ojos mirando fijamente a Michel.
–Sé de buena tinta que siempre se te han dado bien las mujeres –empezó diciendo mientras observaba los gestos de Jean–. Me refiero a que son pocas las que se han resistido a tus dotes de seductor... 
–¿Qué clase de juego es éste? ¿Y qué tiene que ver mi vida privada con tu favor? –le preguntó Jean con una mezcla de burla y enfado a partes iguales.
–Verás... quiero que pongas tus dotes... a mi servicio.
–Estás de coña, ¿verdad? –le rebatió sin poder dar crédito a aquellas palabras. Pero el gesto serio e inescrutable de Michel se lo dejó claro.
–Quiero que seduzcas a una mujer.
–No –dijo rotundamente sin darle opción de seguir a Michel.
–Ni siquiera sabes el tipo de...
–No –insistió con un tono que denotaba una mayor autoridad.
–¿Ni por seis mil euros? –le preguntó con un toque de malicia en su voz.
–Ni por eso.
–He sabido que no te van bien las cosas con tu taller de pintura... Y que andas escaso de fondos...
–Puede que sea cierto, pero...
–Doce mil.
–Pero, ¿qué coño te pasa? –le espetó algo furioso con el comportamiento de su amigo.
–Sólo quiero que la seduzcas. Eso es todo. Te pago y desapareces de su vida.
–¿Por qué yo? Apuesto a que puedes encontrar infinidad de gigolós que estén dispuestos –le sugirió mientras agitaba su mano delante de él.
–Demasiado frío. Se notaría en seguida que no es real.
–¿Real? –le preguntó bastante confuso.
–Sí. Tú eres distinto. Elegante, atento, servicial con una mujer... Al menos eso es lo cuentan por ahí de ti. Y que ninguna mujer ha quedado... digamos...
–Déjalo –le pidió con autoridad–. No me interesa saber lo que van diciendo de mí. O lo que tú has escuchado.
–Todo han sido cosas buenas… Tú eres el más indicado, además no tendrías problemas para entrar en contacto con ella. Es restauradora, como tú. Lo cual simplifica y facilita las cosas.
Por un momento Jean sintió la curiosidad de conocer más acerca de aquella descabellada idea. ¿Qué motivos había para que él hubiera de seducir a una mujer, que ni siquiera conocía? ¡Y por dinero!
–¿Por qué quieres que la seduzca?
–Tú limítate a hacer bien tu trabajo –le indicó con un gesto de autoridad que no le gustó nada
–¿Quién es?
–Vaya, veo que te ha picado la curiosidad... Bien, empecemos...
Así había comenzado todo. Como un juego algo macabro. Aceptar dinero por seducir a una mujer. El interés oculto que pudiera tener Michel no lo sabría por ahora, aunque Jean trataría de descubrirlo.


Llegaba a su apartamento cuando sus pensamientos vagaron al día que la vio por primera vez. Enfundada en una bata de color blanco algo deslustrada por las continuas manchas, bajo la cual se dejaban entrever unos vaqueros grises y unas botas negras. Su saludo fue de lo más formal pero Jean tomó buena nota de su rostro en el que destacaba una especie de gesto risueño y divertido. En un primer momento no hubo nada que le llamara la atención, también era cierto que en aquellas condiciones de trabajo, era complicado hallar la belleza; salvo por las pinturas. Ella no iba maquillada a excepción de un toque de color en sus mejillas. Eso era algo que Jean apreciaba en las mujeres que captaban su atención; no le atraían aquellas que exageraban sus rasgos con cantidades exorbitantes de maquillaje. Luego, aquel detalle le causó grata sensación.
Jean se reía recordando cómo ella se enfadaba por la falta de profesionalidad de los marchantes, o de los propios museos. Su cabreo era descomunal pero sus gestos de enfado no restaban ni un solo ápice de atractivo a su rostro. La primera vez que la vio sin su bata de trabajo sí que se quedó mirándola fijamente. A decir verdad no era muy alta, ni su cuerpo era escultural, pero sí tenía un atractivo físico que haría volver la cabeza a cualquier hombre.
–No deberías enfadarte –le dijo en una ocasión.
–¿Ah, no? ¿Por qué? –le preguntó sin conocer el motivo de aquel comentario.
–Porque pierdes tu encanto –le dijo de pasada mientras le sonreía antes de volverse y dejarla con la palabra en la boca.
Iba a decir algo pero las palabras no salieron por su garganta, y en vez de ello sintió una extraña sensación placentera. Entrecerró sus ojos mientras seguía con su mirada el caminar de Jean hasta que se perdió de vista.
Había sido su primer toque de atención hacia ella, y parecía haberlo encajado con normalidad, recordó Jean mientras caminaba hacia el cuarto de baño para ducharse.
Apartó sus pensamientos mientras se metía bajo el chorro de agua; pero en el mismo instante en el que se acostumbró al calor que emitía éste, ella ocupó su mente. Nunca pudo imaginar que ella aceptaría tan bien sus cumplidos, pensó mientras se quedaba con la mirada fija en el vacío.
El tiempo pasaba y poco a poco fueron congeniando en el terreno laboral, al tiempo que parecía forjarse una especie de relación estrecha de amistad. Jean pensaba una y otra vez en el motivo que tendría Michel con aquella mujer. ¿Qué secreto podría ocultar? Ni siquiera se atrevía a preguntarle si le conocía. Un paso en falso podría significar el final de todo.
–A ti parece que todo te da igual –le dijo un día en el que lo pilló a solas.
–¿A mí?
–Sí, no te importa que un pedido de materiales llegue dos días tarde; o que tarden en pagarnos más de la cuenta...
Jean la escuchaba mientras cruzaba sus brazos sobre su pecho y observaba el trazo fino de su rostro, de su nariz, el color de sus mejillas encendiéndose lentamente...
–¿Me estás escuchando? –le espetó con furia mientras descargaba su mano sobre él.
–Esto es agresión –le dijo muy serio mirándola fijamente.
–¿Agresión? –repitió ella extrañada–. Pero si...
–Oh, sí. Eso te crees tú pero si yo te hiciera lo mismo...
–¿Tú?
–Yo no, claro. Yo suelo tratar con delicadeza a las personas... y a las mujeres hermosas aún más –le susurró mirándola fijamente.
–Pues yo no... Y si sigues mirándome de esa manera...
–¿Qué? –le preguntó encarándose con ella mientras trataba de aguantar la sonrisa.
–Tomaré medidas –le dijo medio en serio medio en broma mientras esgrimía un dedo acusador.
–¿De verdad? –le preguntó mirándola de una manera que la hizo sonrojar hasta cotas inimaginables–. Por cierto, parece que tienes calor –matizó mientras su dedo apuntaba a su mejilla izquierda.
–Es el colorete –le rebatió de inmediato.
–No, no lo es –le aseguró mientras pasaba el pulgar por su mejilla y dejaba intencionadamente su mano sobre ésta sintiendo su piel suave, tersa, y encendida–. ¿Lo ves? –le dijo mostrando la huella de su pulgar limpia, y sonreía de manera arrebatadoramente pícara.
Ella se volvió para marcharse y dejarlo solo mientras su interior crepitaba.
Entre recuerdo y recuerdo Jean había acabado su aseo y ahora se preparaba algo de beber. Después, sentado sobre el sofá azul de tres piezas y sorbiendo un poco de café evocó la primera ocasión que tuvo de rozarla, de acariciarla.
–Necesito tu ayuda –le dijo un día que parecía estar muy atareada con su trabajo.
Se fijó en su rostro. En sus cabellos a medio recoger en la parte de atrás. Varios mechones flotaban en el aire. Tenía el rostro tiznado de color ocre, y sus ojos lo escrutaban con curiosidad. Se acercó despacio mientras esbozaba una sonrisa cargada de malicia que no pasó desapercibida para ella. No comprendía muy bien porqué la miraba de aquella forma y sonreía.
–Tienes pintura en el rostro, Daphne –le indicó mientras el pulgar de su mano derecha volaba ágil hasta su mejilla y con una leve caricia limpiaba todo rastro de la pintura.
Lo contempló cómo lo hacía, mientras sentía un extraño calor ascendiendo hasta su mejilla. Pero lo que más le llamó la atención fue el hecho de que pronunciara su nombre. La extraña sensación que le había producido.
–¿Te sucede algo? –le preguntó sin apartar su mirada del rostro de ella. Mirándola con cierta intensidad.
–No –se apresuró a decir intentando controlarse.
Pero lejos de hacerlo la situación se volvió un poco complicada cuando sus dedos se rozaron y juguetearon de manera casual sobre el lienzo. Daphne lo miró desconcertada mientras no encontraba explicación a lo que le estaba pasando. Aquel leve roce de sus dedos parecía algo tan simple, tan casual, tan extraño…
Jean quiso volver a centrarse en el café que estaba tomando. Contempló fijamente la taza que tenía entre sus manos para, a continuación, dejarla suspendida en el vacío. Trataba de dejar la mente en blanco, pero le resultaba harto complicado. Y a su mente acudieron los recuerdos del día en que se quedó tan sorprendido por sus palabras que fue incapaz de reaccionar.
Volvían a compartir trabajo sobre un lienzo. Sus codos estaban tan próximos que se rozaban. Jean controlaba cada uno de sus movimientos por el rabillo del ojo y sonreía cuando se percataba que ella lo estaba mirando fijamente. Su estrategia para seducirla parecía estar dando sus frutos. En más de una ocasión la descubrió observándolo, y sin pensarlo dos veces se enfrentó a su mirada, a su rostro, a su sonrisa, a sus mejillas sonrosadas. Y ese gesto de ingenuidad, o de picardía sin quererlo mostrar.
–¿Te sucede algo? –le preguntó enfrentándose a su mirada, a la que se había acostumbrado desde hacía tiempo.
–No, nada.
–¿Estás nerviosa?
–No, no es nada –le respondió de manera atropellada mientras volvía a inclinarse sobre el lienzo al tiempo que varios mechones de su cabello quedaban sueltos flotando en el aire.
La mano rápida y diestra de Jean los atrapó sintiendo la suavidad de éstos bajo las yemas de sus dedos. Daphne controló por el rabillo de su ojo el movimiento de la mano de él. Y cómo con exquisita delicadeza situaba sus cabellos en lugar. Sintió cómo sus dedos trazaban el contorno de su oreja mientras ella sentía sus mejillas arder una vez más. Luego lo miró fijamente mientras él sonreía con picardía.
–Mejor ahora.
Daphne se sintió confundida por aquel gesto tan poco habitual en un hombre. Nunca había pensado que pudiera haber alguno ¿tan sensible, tan atento, delicado? No sabía el porqué, pero le había gustado. Sus mejillas la habían delatado. Pero, ¿qué demonios estaba sucediendo? ¿por qué un simple gesto como aquel la ponía nerviosa?
Jean la contempló unos segundos más en silencio sin decir nada, esperando a que ella le gritara, se mostrara fría, tal vez le abofeteara por aquella licencia. Pero nada de ello sucedió. Nada. Otra mujer tal vez lo hubiera hecho, una simple mirada de advertencia, pero lo que él percibió en sus ojos fue más bien lo contrario.
Cuántas veces le había dado vueltas en su cabeza a todas estas situaciones, que en un principio eran un simple juego por pura diversión; pero que con el tiempo… comenzaba a no parecerle tan divertido. Creía que todo aquello era absurdo, que no tenía sentido, que lo que hacía lo hacía por dinero, por una apuesta. Sin embargo, el hecho de pensar en ella cuando no la veía…
–Es sólo trabajo. Pura diversión… –se decía a sí mismo en un intento por desterrar de su mente aquellas ideas mientras vagaba por su apartamento.
Pero la realidad era que lentamente ella se iba filtrando en su interior como un narcótico que lo relajaba, que lo hacía sentirse bien. Y cuanto más lo pensaba, más confundido se volvía.
Sus recuerdos volvieron a inundar su mente provocándole una sonrisa irónica al principio, que desencadenó en una serie de carcajadas. Un baile improvisado. Una canción sugerente. Y…
–Escucha esta canción –le dijo un día sorprendiéndolo mientras alzaba el volumen de su equipo de música, el que usaba mientras trabajaba.
Jean prestó toda su atención. Era una melodía antigua; un piano que evocaba a un café, una voz de mujer, invitando a arriesgarse en el amor, una melodía cargada de sentimiento. Sin saber cómo ni por qué, él la rodeó por la cintura, sin que ella se opusiera. La atrajo hacia su cuerpo y se impregnó de toda su belleza. Ella lo miró entre sonrisas mientras se aferraba a su mano e iniciaba el baile; lento, sin prisas, dejando que la música los envolviera en una especie de halo mágico. Se contemplaron en silencio mientras ninguno de los dos parecía querer detenerse. Hasta que Daphne se separó confundida, aturdida y… ¿sorprendida?
–Perdona, me dejé llevar por la música –se apresuró a decir él mientras sentía agitarse su interior de manera extraña y desconocida.
–Bailas bien –se limitó a decir ella mientras su sonrisa se hacía más patente y esquivaba su mirada por temor a delatarse. 

Terminado el café se incorporó del sofá para dirigirse a la habitación. Se quedó clavado con la mi-rada fija en el espejo, y torció el gesto. Ahora, sus recuerdos se situaron en el día en el que la vio por primera vez fuera del trabajo. Una tarde otoñal cuando las hojas caen de los árboles cubriendo parques y jardines, Jean se encaminó a uno de los cafés más concurridos de la ciudad, con el propósito de desconectar del trabajo, de la rutina y, por qué no, de Daphne. Pero nada más lejos de la realidad. El destino le había reservado una grata sorpresa. Iba a jugar con ambos una partida en la que el resultado aún era incierto.

Empujó la puerta del café y se dejó envolver por el sonido de las voces, el leve murmullo de la música, el ambiente relajado. Jean se acercó a la barra y tras pedir cerveza se dispuso a disfrutar de ésta, cuando sin darse cuenta tropezó con la persona que estaba situada a su espalda. Se volvió con ánimo de disculparse, pero cuando sus ojos se posaron en aquel rostro, las palabras le faltaron. Sí, porque la persona que lo escrutaba en esos momentos era ella. Quien se había quedado igual de perpleja que él. ¡No podía ser cierto! ¡No era posible! ¡Él allí! Mirándola como si ella fuera la única persona en el local. Vestía de manera informal, pero elegante al mismo tiempo. Una camisa blanca de seda, y sobre ésta un chaleco azul marino, pantalones vaqueros y zapatos abiertos. Los cabellos sueltos ocultando la mitad de su rostro, el leve toque de color en sus mejillas y esa sonrisa mezcla de ingenuidad y de picardía que se había convertido en algo habitual ya para él. Jean se inclinó para darle dos besos. Sintió su piel tersa, el perfume dulce, embriagador como su mirada, sus labios de trazo fino, que había visto hidratar en alguna que otra ocasión con una barra de cacao sabor cereza. Para luego hacer algún que otro mohín seductor, sin que ella lo supiera. Apostaba a que serían suaves, dulces, como ella.
Daphne correspondió a los besos dejando que su rostro recién afeitado le produjera una sensación placentera.

–Qué casualidad –se apresuró a decir Daphne con una mezcla de sorpresa e ingenuidad, mientras se sentía observada desde la me-sa de la que acababa de levantarse.
–Sí, lo cierto es que lo es –dijo Jean mientras notaba cierto tem-blor en las manos de Daphne. Los vasos la delataban.
–¿Estás solo? –se atrevió a preguntarle sintiéndose una estúpida por hacer esa pregunta. ¿Por qué diablos la había hecho? Se es-taba poniendo en evidencia.
–Sí, he venido solo. ¿Y tú? –le preguntó intentando sonar de lo más casual posible.
–Yo... estoy con unas amigas –dijo señalando hacia la mesa donde tres mujeres observaban con inusitado interés la escena.
–Bien, pues no te retengo más –le dijo a modo de despedida que a Daphne le sentó mal por algún motivo. Parecía como si una parte de ella quisiera quedarse allí con él; y otra tirara de ella intentando hacerle ver que no era lo correcto.
–Bien, pues nada... si no te veo luego... hasta mañana.
Jean asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa cargada de intención. Su mirada la siguió hasta que volvió a sentarse. Para deleite de él, Daphne ocupaba la silla que quedaba justo enfrente de donde se encontraba. Jean no perdió detalle de cada uno de sus gestos, de sus furtivas miradas hacia él, así como las de las demás mujeres. Sonrió burlón mientras se volvía hacia el camarero con una sonrisa cínica dibujada en sus labios.
–¿Quién es?
–¿De qué lo conoces?
Varias preguntas se agolparon en la cabeza de Daphne mientras ella trataba de no escucharlas. ¿A qué venía aquel interrogatorio? ¿Acaso alguna de sus amigas tenía interés por él?

–Es un compañero de trabajo –se limitó a decir mientras lanzaba una última mirada hacia él y sentía el pulso acelerarse. «Pero, ¿qué me pasa? ¿por qué me comporto de esa manera? No entiendo a qué viene ponerme así... No puedo... no es lo correcto», se decía tratando de justificarse. Pero cuanto más quería evitar mirarlo más veces se sentía tentada a hacerlo.
–¿Por qué no lo invitas a sentarse aquí con nosotras? –sugirió una de ellas.
–Sí, eso, venga. Díselo –insistió otra.
–Es que... es que tenía prisa... me ha dicho –respondió de manera atropellada mientras intentaba desviar la atención hacia otros asuntos.
Y cuando Jean se marchó y le dedicó una sonrisa de despedida ella sintió que una corriente fría parecía rodearla. Lo siguió con la mirada mientras abandonaba el local dejándola sumida en un mar de sentimientos encontrados.
Jean terminó de arreglarse para salir. No era capaz de dejar de pensar en ella ni tan siquiera mientras lo hacía. Sonrió al recordar el día en el que la cogió en brazos. Había nevado el día anterior y la entrada al taller estaba helada. Jean la vio llegar en su coche negro. Esperó a que bajara del mismo para acompañarla. Cuando ella lo vio sintió un vuelco en el estómago. Caminó titubeando hasta la acera, más por miedo a enfrentarse a su mirada que al hielo. Sin embargo con lo que no contaba era con que una mala pisada iba a propiciarle una escena nunca antes imaginada. Daphne sintió que los pies se le iban, y antes de que diera con sus huesos en el suelo, Jean la sujetó y la alzó en alto mientras ella reía y al mismo tiempo, le pedía que la dejara en el suelo.
–Bájame, por favor. Eres tremendo –le dijo mientras sentía su corazón latir acelerado.
–Tal vez lo sea –le comentó mientras la miraba con una intensidad desconocida. La dejó en el suelo con total delicadeza mientras ella no sabía qué decirle; ni siquiera parecía tener fuerzas para mirarle a la cara.
¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué comenzaba a sentirse tan a gusto con él? ¿Y él, qué sentiría?, se preguntaba ella.

Deambuló por el salón hasta su equipo de música, buscó la canción que le recordaba a ella, y no dudó ni un instante en escucharla. Al mismo tiempo recordaba cómo había pasado el tiempo y cómo él había seguido seduciéndola. Miradas, caricias ocultas, furtivas, ajenas a lo ojos de los demás; notas escritas de manera apresurada, que Jean deslizaba hábilmente entre las pertenencias de Daphne. Luego, cuando ella las encontraba y las leía, él podía percibir el brillo en sus ojos, el calor en sus mejillas, su sonrisa pícara...Y cómo lo buscaba con la mirada. Jean sonreía complacido. Todo iba según lo planeado. ¿O no? Jean comenzaba preguntarse si sus actos se debían a su juego por seducirla, o en realidad sentía la necesidad de hacerlo. Si sentía algo por ella.
Creía ver a Daphne confundida, aturdida, y ello lo hacía sentirse a gusto consigo mismo; pero a la vez se preocupaba porque nunca antes ninguna mujer lo había hecho sentir así. Creía que incluso sentía cierta atracción por él; su forma de mirarlo; de hablarle; de acariciarlo disimuladamente; sus comentarios... todos estos gestos empezaban a calar hondo en su interior. ¿Sentiría algo por ella en realidad? En nada tenía que ver con los sentimientos que él conocía. Parecía que hiciera vibrar su corazón como el maestro las cuerdas de una guitarra provocando un sonido que sólo él podía escuchar.
Mientras la melodía se filtraba en el interior de su cuerpo y le provocaba una sonrisa irónica, los recuerdos volvieron a su mente. Ahora éstos se centraban en cómo ella había ido cambiando. Cómo le fue retando. Comentarios acerca de su vestimenta, de su rostro recién afeitado, de su perfume. 
Aún recordaba cómo el día antes ella le había dicho:
–Me encanta cómo hueles hoy. La verdad es que... –le confesó mientras él sonreía y se acercaba más a ella para que percibiera su aroma.
–¿Más o menos que otros días? –le preguntó él retándola a que le confesara la verdad, a que le dijera que ella también estaba sintiendo cierta atracción por él; la misma que sentía por ella desde hacía tiempo, y había estado demostrando.
–Me gustan ambas. Pero te dan un toque... ummmm. No sé. Me gusta –le confesó mirándolo a lo ojos fijamente.
Él correspondió a este gesto con a mí hay veces que una sonrisa y un:
–Me alegra saberlo. Y lo tendré en cuenta.
Él había hecho lo mismo cuando le confesó que le encantaba verla con aquel jersey de lana gris y los vaqueros. No pudo imaginar que al día siguiente ella lo complacería de aquella manera. Al verla, acercarse hasta él, no pudo reprimir una sonrisa irónica.
–Eres perversa.
–¿Por qué? –le preguntó con un toque de malicia e ingenuidad a partes iguales.
–Eres una brujita malvada –le dijo cariñosamente sintiendo que aquel gesto le había sorprendido. Nunca imaginó que pudiera ser tan directa, y que siguiera sus consejos. El que se hubiera vestido como a él más le atraía, le indicó algo. Así vestía el día de la celebración de Navidad en el taller. Fue tal vez en ese momento cuan-do sintió que algo estaba cambiando en su interior. El día que por primera vez se sintió tentando a besarla. Y lo que nunca le había ocurrido antes le sucedió en aquel momento. Él se quedó sin palabras. Él, que nunca había mostrado síntomas de debilidad ante una mujer... ahora los mostraba. Aquellos recuerdos le provocaron una serie de carcajadas. Sí. Era cierto. Sucedió de manera casual. Sin que ninguno lo planeara. Un boom y ya está. Llegó sin avisar, sin pedir explicaciones, sin preguntarles qué les parecía. Entre bromas y risas se fueron entendiendo, y aquella tarde tras acabar un arduo trabajo, cuando subían en el ascensor a la cafetería, él se acercó hasta ella e instintivamente la rodeó por la cintura. No supo el porqué de su acto. Sólo sentía deseos de hacerlo. Le gustó cuando Daphne respondió a su reclamo y se acercó a él. Sus cabezas se inclinaron y sus labios quedaron a escasos centímetros el uno del otro. Se miraron a los ojos y se dieron cuenta de lo que había surgido entre ellos. Algo que ninguno de los dos esperaba, pero que había llegado de manera silenciosa y sin llamar la atención, pero que al mismo tiempo era gratificante.

Recordó que se habían apartado en una acto reflejo, mientras Daphne sonreía y su rostro se tornaba encarnado. Ahora la miraba y comprendía que lo que había estado sintiendo por ella era lo que sospechaba desde hacía tiempo. Que le atraía. Que se sentía a gusto con ella. Que no quería que aquello que había empezado terminara allí.
–Creo que no hacen falta explicaciones –dijo Jean mirándola y temiendo su reacción.
Pero lo que más le sorprendió fue que ella se sentó en el escalón que conducía a la terraza y lo mi-raba mientras encendía un cigarrillo.
–Me gustas, Jean. Lo llevas haciendo desde... bueno que importa desde cuando. Lo cierto es que... –parecía que no le salieran las palabras mientras sonreía y lo miraba fijamente– me haces sentir cosas que no he sentido antes, y... Pero, estoy algo confundida.
–Tú a mí también –le confesó mientras posaba su mano sobre la mejilla de Daphne; luego recorría el perfil de su rostro con su dedo índice mientras memorizaba cada rasgo de éste, cada gesto... Y volvió a sentir deseos de probar sus labios, de rozarlos levemente, de juguetear con ellos, de saborear el néctar que destilaban, de embriagarse y perderse en su sabor, y olvidarse de todo lo demás.
 
Dejarse llevar por el brillo de sus ojos, sumergirse en su sonrisa, y sentir el tacto de su abrazo. Seguir viviendo aquella experiencia el tiempo que fuera necesario... pues merecía la pena arriesgarse. Si es un sueño, déjame soñar, pues no quiero despertarme, pensó mientras le sonreía con ternura, con dulzura.

 Jean entró en el bar donde había quedado con Michel. Lo encontró sentado a una mesa.
–¿A qué viene tanta urgencia? –le preguntó.
–Viene a que abandono –le respondió arrojando en la mesa el sobre con dinero.
Michel bajó la vista hacia éste y luego miró fijamente a Jean.
–¿Por qué?
–Digamos que... lo que he ganado no se paga con dinero –le dijo sacudiendo la cabeza.
–Pero, entonces... ¿la sedujiste? –le preguntó ávido por conocer la respuesta.
Jean sonrió con ironía.
–No.
–¿No? –repitió Michel sorprendido.
–Ella me sedujo a mí. Y quiero darte las gracias por tu apuesta.
–No me lo puedo creer. ¿Tú? ¿Te has dejado atrapar por una mujer?
Jean volvió a sonreír.
–¿Por qué querías que lo hiciera?
–Por motivos personales que ya no importan. Lo que me complace es que ha hecho tu trabajo.
Jean sonrió una vez más antes de darse la vuelta y marcharse.
–¿Y ella?
Se detuvo para mirar por encima del hombro a Michel pero no dijo nada.

Salió a la calle y tras cruzarla, se reunió con una mujer que lo aguardaba. La rodeó por la cintura y la atrajo hacia él. Ella se alzó sobre sus pies para poder rozar sus labios.
–Te echaba de menos.
–Pues ya estoy aquí.
–¿Viste a tu amigo?
–Sí, todo en orden. ¿Nos vamos?
Daphne sonrió al tiempo que rodeaba por la cintura a Jean y apoyaba su cabeza sobre su hombro. Jean depositó un beso tierno sobre sus cabellos mientras pensaba en que si no hubiera aceptado la apuesta de Michel, nunca la habría conocido; pero ¿por qué quería Michel que él la sedujera? Sonrió burlón y siguió caminando junto a Daphne adentrándose en un paseo cubierto de hojas, mientras las primeras estrellas comenzaban a brillar en el horizonte, y él sentía que sus días de seductor se habían terminado con ella.


Publicado en Narrativas, 18, Zaragoza, Julio-Septiembre 2010, pp.107-15

4 comentarios:

  1. qué bonito, me ha encantado.
    Pero me quedo con la intriga de saber por qué Michel quería que Jean la sedujera.
    Una historia bonita, bien contada y con final feliz, como a mí me gusta, jeje

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  2. Gracias, me alegra saber que te ha gustado. En cuanto al motivo que comentas, he preferido no especificarlo. Así cada lector puede pensar en el que más se ajuste a la historia.

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  3. La verdad es que te mantiene pendiente de un hilo :D

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  4. Me alegra que haya sido asi. :) Intentaré que el siguiente también te guste.

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