¿Cómo pudo suceder?, se preguntaba Jean Dupuis
mientras apoyaba sus manos sobre la mesa donde trabaja y sacudía la cabeza de
un lado a otro. ¡¿Cómo?! Nunca se había sentido de aquella manera; jamás. Y
ahora de repente... Sonrió de manera cínica mientras se incorporaba y se pasaba
las manos por el rostro en un intento por borrar de su mente aquellos
pensamientos. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Su mente se llenó aún
más con el rostro de ella. Con su sonrisa de niña traviesa, con sus mejillas
encendidas producto de sus miradas, con sus cabellos recogidos en una coleta
mientras algunos mechones rebeldes se escapaban de ese cautiverio forzoso, y
acariciaban su rostro; y cuando fruto de su concentración en el trabajo
mordisqueaba el bolígrafo y lo dejaba atrapado entre sus finos labios, mientras
fruncía el entrecejo.
Jean sonrió
de manera divertida cuando recordó las innumerables ocasiones en las que ella
lo había espiado por el rabillo del ojo, mientras permanecía absorta en la tela
del cuadro que restauraba. Pero, ¿por qué ella se había adueñado de sus
pensamientos cuando no estaban juntos? ¿Qué tenía ella que no hubiera visto en
el resto? Jean se pasó la mano por su cuello y se estiró antes de sentarse y
recordar cómo había empezado todo. Como una diversión... como un juego... al
que él estaba acostumbrado a jugar y a ganar, pero ahora parecía estar
perdiendo.
El ambiente en el café estaba cargado. Jean permanecía
sentado a una mesa leyendo el periódico en compañía de una humeante taza.
Permanecía absorto a todo lo que pasaba a su alrededor, y ni tan siquiera se
percató de la presencia junto a su mesa.
–Celebro verte, Jean –le dijo captando toda su
atención al momento. Éste levantó la vista del periódico, y miró al extraño.
Frunció el ceño como si no lo conociera, pero al instante asintió dando a
entender todo lo contrario.
–Michel. ¿Cuánto tiempo hace que...? –la pregunta
quedó inacabada dando paso a un apretón de manos y a una sincera invitación por
parte de Jean para que se sentara–. ¡Qué casualidad!
Michel sonrió de manera cínica mientras cruzaba sus
brazos sobre la mesa y aguardaba a que el camarero viniera a tomarle nota.
–Lo cierto es que andaba buscándote.
–¿A mi? –le preguntó un más que sorprendido Jean.
–A ti. Sí –le respondió con toda intención mientras
esperaba a que le sirvieran.
–¿Por qué motivo? –le preguntó un intrigado Jean
mientras llevaba la taza a su labios para beber.
–Necesito que me hagas un favor. Claro está, será
debidamente remunerado –se apresuró a especificar.
Jean se recostó sobre el respaldo de la silla y
entrecerró los ojos mirando fijamente a Michel.
–Sé de buena tinta que siempre se te han dado bien las
mujeres –empezó diciendo mientras observaba los gestos de Jean–. Me refiero a
que son pocas las que se han resistido a tus dotes de seductor...
–¿Qué clase de juego es
éste? ¿Y qué tiene que ver mi vida privada con tu favor? –le preguntó Jean con
una mezcla de burla y enfado a partes iguales.
–Verás... quiero que pongas tus
dotes... a mi servicio.
–Estás de coña, ¿verdad? –le rebatió
sin poder dar crédito a aquellas palabras. Pero el gesto serio e inescrutable
de Michel se lo dejó claro.
–Quiero que seduzcas a una mujer.
–No –dijo rotundamente sin darle
opción de seguir a Michel.
–Ni siquiera sabes el tipo de...
–No –insistió con un tono que
denotaba una mayor autoridad.
–¿Ni por seis mil euros? –le preguntó
con un toque de malicia en su voz.
–Ni por eso.
–He sabido que no te van bien las
cosas con tu taller de pintura... Y que andas escaso de fondos...
–Puede que sea cierto, pero...
–Doce mil.
–Pero, ¿qué coño te pasa? –le espetó
algo furioso con el comportamiento de su amigo.
–Sólo quiero que la seduzcas. Eso es
todo. Te pago y desapareces de su vida.
–¿Por qué yo? Apuesto a que puedes
encontrar infinidad de gigolós que estén dispuestos –le sugirió mientras
agitaba su mano delante de él.
–Demasiado frío. Se notaría en
seguida que no es real.
–¿Real? –le preguntó bastante
confuso.
–Sí. Tú eres distinto. Elegante,
atento, servicial con una mujer... Al menos eso es lo cuentan por ahí de ti. Y
que ninguna mujer ha quedado... digamos...
–Déjalo –le pidió con autoridad–. No
me interesa saber lo que van diciendo de mí. O lo que tú has escuchado.
–Todo han sido cosas buenas… Tú eres
el más indicado, además no tendrías problemas para entrar en contacto con ella.
Es restauradora, como tú. Lo cual simplifica y facilita las cosas.
Por un momento Jean sintió la
curiosidad de conocer más acerca de aquella descabellada idea. ¿Qué motivos
había para que él hubiera de seducir a una mujer, que ni siquiera conocía? ¡Y
por dinero!
–¿Por qué quieres que la seduzca?
–Tú limítate a hacer bien tu trabajo
–le indicó con un gesto de autoridad que no le gustó nada
–¿Quién es?
–Vaya, veo que te ha picado la
curiosidad... Bien, empecemos...
Así
había comenzado todo. Como un juego algo macabro. Aceptar dinero por seducir a
una mujer. El interés oculto que pudiera tener Michel no lo sabría por ahora,
aunque Jean trataría de descubrirlo.
Llegaba a su apartamento cuando sus pensamientos vagaron al día que la vio por primera vez. Enfundada en una bata de color blanco algo deslustrada por las continuas manchas, bajo la cual se dejaban entrever unos vaqueros grises y unas botas negras. Su saludo fue de lo más formal pero Jean tomó buena nota de su rostro en el que destacaba una especie de gesto risueño y divertido. En un primer momento no hubo nada que le llamara la atención, también era cierto que en aquellas condiciones de trabajo, era complicado hallar la belleza; salvo por las pinturas. Ella no iba maquillada a excepción de un toque de color en sus mejillas. Eso era algo que Jean apreciaba en las mujeres que captaban su atención; no le atraían aquellas que exageraban sus rasgos con cantidades exorbitantes de maquillaje. Luego, aquel detalle le causó grata sensación.
Jean se reía recordando cómo ella se
enfadaba por la falta de profesionalidad de los marchantes, o de los propios
museos. Su cabreo era descomunal pero sus gestos de enfado no restaban ni un
solo ápice de atractivo a su rostro. La primera vez que la vio sin su bata de
trabajo sí que se quedó mirándola fijamente. A decir verdad no era muy alta, ni
su cuerpo era escultural, pero sí tenía un atractivo físico que haría volver la
cabeza a cualquier hombre.
–No deberías enfadarte –le dijo en
una ocasión.
–¿Ah, no? ¿Por qué? –le preguntó sin
conocer el motivo de aquel comentario.
–Porque pierdes tu encanto –le dijo
de pasada mientras le sonreía antes de volverse y dejarla con la palabra en la
boca.
Iba a decir algo pero las palabras no
salieron por su garganta, y en vez de ello sintió una extraña sensación
placentera. Entrecerró sus ojos mientras seguía con su mirada el caminar de
Jean hasta que se perdió de vista.
Había
sido su primer toque de atención hacia ella, y parecía haberlo encajado con
normalidad, recordó Jean mientras caminaba hacia el cuarto de baño para
ducharse.
Apartó sus pensamientos mientras se
metía bajo el chorro de agua; pero en el mismo instante en el que se acostumbró
al calor que emitía éste, ella ocupó su mente. Nunca pudo imaginar que ella
aceptaría tan bien sus cumplidos, pensó mientras se quedaba con la mirada fija
en el vacío.
El tiempo pasaba y poco a poco fueron
congeniando en el terreno laboral, al tiempo que parecía forjarse una especie
de relación estrecha de amistad. Jean pensaba una y otra vez en el motivo que
tendría Michel con aquella mujer. ¿Qué secreto podría ocultar? Ni siquiera se
atrevía a preguntarle si le conocía. Un paso en falso podría significar el
final de todo.
–A ti parece que todo te da igual –le
dijo un día en el que lo pilló a solas.
–¿A mí?
–Sí, no te importa que un pedido de
materiales llegue dos días tarde; o que tarden en pagarnos más de la cuenta...
Jean la escuchaba mientras cruzaba
sus brazos sobre su pecho y observaba el trazo fino de su rostro, de su nariz,
el color de sus mejillas encendiéndose lentamente...
–¿Me estás escuchando? –le espetó con
furia mientras descargaba su mano sobre él.
–Esto es agresión –le dijo muy serio
mirándola fijamente.
–¿Agresión? –repitió ella extrañada–.
Pero si...
–Oh, sí. Eso te crees tú pero si yo
te hiciera lo mismo...
–¿Tú?
–Yo no, claro. Yo suelo tratar con
delicadeza a las personas... y a las mujeres hermosas aún más –le susurró
mirándola fijamente.
–Pues yo no... Y si sigues mirándome
de esa manera...
–¿Qué? –le preguntó
encarándose con ella mientras trataba de aguantar la sonrisa.
–Tomaré medidas –le dijo medio en
serio medio en broma mientras esgrimía un dedo acusador.
–¿De verdad? –le preguntó mirándola
de una manera que la hizo sonrojar hasta cotas inimaginables–. Por cierto,
parece que tienes calor –matizó mientras su dedo apuntaba a su mejilla
izquierda.
–Es el colorete –le rebatió de
inmediato.
–No, no lo es –le aseguró mientras
pasaba el pulgar por su mejilla y dejaba intencionadamente su mano sobre ésta
sintiendo su piel suave, tersa, y encendida–. ¿Lo ves? –le dijo mostrando la
huella de su pulgar limpia, y sonreía de manera arrebatadoramente pícara.
Ella se volvió para marcharse y
dejarlo solo mientras su interior crepitaba.
Entre recuerdo y recuerdo Jean había
acabado su aseo y ahora se preparaba algo de beber. Después, sentado sobre el
sofá azul de tres piezas y sorbiendo un poco de café evocó la primera ocasión
que tuvo de rozarla, de acariciarla.
–Necesito tu ayuda –le dijo un día
que parecía estar muy atareada con su trabajo.
Se fijó en su rostro. En sus cabellos
a medio recoger en la parte de atrás. Varios mechones flotaban en el aire.
Tenía el rostro tiznado de color ocre, y sus ojos lo escrutaban con curiosidad.
Se acercó despacio mientras esbozaba una sonrisa cargada de malicia que no pasó
desapercibida para ella. No comprendía muy bien porqué la miraba de aquella
forma y sonreía.
–Tienes pintura en el rostro, Daphne
–le indicó mientras el pulgar de su mano derecha volaba ágil hasta su mejilla y
con una leve caricia limpiaba todo rastro de la pintura.
Lo contempló cómo lo hacía, mientras
sentía un extraño calor ascendiendo hasta su mejilla. Pero lo que más le llamó
la atención fue el hecho de que pronunciara su nombre. La extraña sensación que
le había producido.
–¿Te sucede algo? –le preguntó sin
apartar su mirada del rostro de ella. Mirándola con cierta intensidad.
–No –se apresuró a decir intentando
controlarse.
Pero
lejos de hacerlo la situación se volvió un poco complicada cuando sus dedos se
rozaron y juguetearon de manera casual sobre el lienzo. Daphne lo miró
desconcertada mientras no encontraba explicación a lo que le estaba pasando.
Aquel leve roce de sus dedos parecía algo tan simple, tan casual, tan extraño…
Jean quiso volver a centrarse en el
café que estaba tomando. Contempló fijamente la taza que tenía entre sus manos
para, a continuación, dejarla suspendida en el vacío. Trataba de dejar la mente
en blanco, pero le resultaba harto complicado. Y a su mente acudieron los
recuerdos del día en que se quedó tan sorprendido por sus palabras que fue
incapaz de reaccionar.
Volvían a compartir trabajo sobre un
lienzo. Sus codos estaban tan próximos que se rozaban. Jean controlaba cada uno
de sus movimientos por el rabillo del ojo y sonreía cuando se percataba que
ella lo estaba mirando fijamente. Su estrategia para seducirla parecía estar
dando sus frutos. En más de una ocasión la descubrió observándolo, y sin pensarlo
dos veces se enfrentó a su mirada, a su rostro, a su sonrisa, a sus mejillas
sonrosadas. Y ese gesto de ingenuidad, o de picardía sin quererlo mostrar.
–¿Te sucede algo? –le preguntó
enfrentándose a su mirada, a la que se había acostumbrado desde hacía tiempo.
–No, nada.
–¿Estás nerviosa?
–No, no es nada –le respondió de
manera atropellada mientras volvía a inclinarse sobre el lienzo al tiempo que
varios mechones de su cabello quedaban sueltos flotando en el aire.
La mano rápida y diestra de Jean
los atrapó sintiendo la suavidad de éstos bajo las yemas de sus dedos. Daphne
controló por el rabillo de su ojo el movimiento de la mano de él. Y cómo con
exquisita delicadeza situaba sus cabellos en lugar. Sintió cómo sus dedos
trazaban el contorno de su oreja mientras ella sentía sus mejillas arder una
vez más. Luego lo miró fijamente mientras él sonreía con picardía.
–Mejor ahora.
Daphne se sintió confundida por aquel
gesto tan poco habitual en un hombre. Nunca había pensado que pudiera haber
alguno ¿tan sensible, tan atento, delicado? No sabía el porqué, pero le había
gustado. Sus mejillas la habían delatado. Pero, ¿qué demonios estaba
sucediendo? ¿por qué un simple gesto como aquel la ponía nerviosa?
Jean
la contempló unos segundos más en silencio sin decir nada, esperando a que ella
le gritara, se mostrara fría, tal vez le abofeteara por aquella licencia. Pero
nada de ello sucedió. Nada. Otra mujer tal vez lo hubiera hecho, una simple
mirada de advertencia, pero lo que él percibió en sus ojos fue más bien lo
contrario.
Cuántas veces le había dado vueltas
en su cabeza a todas estas situaciones, que en un principio eran un simple
juego por pura diversión; pero que con el tiempo… comenzaba a no parecerle tan
divertido. Creía que todo aquello era absurdo, que no tenía sentido, que lo que
hacía lo hacía por dinero, por una apuesta. Sin embargo, el hecho de pensar en
ella cuando no la veía…
–Es sólo trabajo. Pura diversión… –se
decía a sí mismo en un intento por desterrar de su mente aquellas ideas
mientras vagaba por su apartamento.
Pero la realidad era que lentamente
ella se iba filtrando en su interior como un narcótico que lo relajaba, que lo
hacía sentirse bien. Y cuanto más lo pensaba, más confundido se volvía.
Sus recuerdos volvieron a inundar su
mente provocándole una sonrisa irónica al principio, que desencadenó en una
serie de carcajadas. Un baile improvisado. Una canción sugerente. Y…
–Escucha esta canción –le dijo un día
sorprendiéndolo mientras alzaba el volumen de su equipo de música, el que usaba
mientras trabajaba.
Jean prestó toda su atención. Era una
melodía antigua; un piano que evocaba a un café, una voz de mujer, invitando a
arriesgarse en el amor, una melodía cargada de sentimiento. Sin saber cómo ni
por qué, él la rodeó por la cintura, sin que ella se opusiera. La atrajo hacia
su cuerpo y se impregnó de toda su belleza. Ella lo miró entre sonrisas
mientras se aferraba a su mano e iniciaba el baile; lento, sin prisas, dejando
que la música los envolviera en una especie de halo mágico. Se contemplaron en
silencio mientras ninguno de los dos parecía querer detenerse. Hasta que Daphne
se separó confundida, aturdida y… ¿sorprendida?
–Perdona, me dejé llevar por la
música –se apresuró a decir él mientras sentía agitarse su interior de manera
extraña y desconocida.
–Bailas
bien –se limitó a decir ella mientras su sonrisa se hacía más patente y
esquivaba su mirada por temor a delatarse.
Terminado el café se incorporó
del sofá para dirigirse a la habitación. Se quedó clavado con la mi-rada fija
en el espejo, y torció el gesto. Ahora, sus recuerdos se situaron en el día en
el que la vio por primera vez fuera del trabajo. Una tarde otoñal cuando las
hojas caen de los árboles cubriendo parques y jardines, Jean se encaminó a uno
de los cafés más concurridos de la ciudad, con el propósito de desconectar del
trabajo, de la rutina y, por qué no, de Daphne. Pero nada más lejos de la
realidad. El destino le había reservado una grata sorpresa. Iba a jugar con ambos
una partida en la que el resultado aún era incierto.
Empujó la puerta del café y se dejó
envolver por el sonido de las voces, el leve murmullo de la música, el ambiente
relajado. Jean se acercó a la barra y tras pedir cerveza se dispuso a disfrutar
de ésta, cuando sin darse cuenta tropezó con la persona que estaba situada a su
espalda. Se volvió con ánimo de disculparse, pero cuando sus ojos se posaron en
aquel rostro, las palabras le faltaron. Sí, porque la persona que lo escrutaba
en esos momentos era ella. Quien se había quedado igual de perpleja que
él. ¡No podía ser cierto! ¡No era posible! ¡Él allí! Mirándola como si ella
fuera la única persona en el local. Vestía de manera informal, pero elegante al
mismo tiempo. Una camisa blanca de seda, y sobre ésta un chaleco azul marino,
pantalones vaqueros y zapatos abiertos. Los cabellos sueltos ocultando la mitad
de su rostro, el leve toque de color en sus mejillas y esa sonrisa mezcla de
ingenuidad y de picardía que se había convertido en algo habitual ya para él.
Jean se inclinó para darle dos besos. Sintió su piel tersa, el perfume dulce,
embriagador como su mirada, sus labios de trazo fino, que había visto hidratar
en alguna que otra ocasión con una barra de cacao sabor cereza. Para luego
hacer algún que otro mohín seductor, sin que ella lo supiera. Apostaba a que
serían suaves, dulces, como ella.
Daphne correspondió a los besos
dejando que su rostro recién afeitado le produjera una sensación placentera.
–Qué casualidad –se apresuró a decir
Daphne con una mezcla de sorpresa e ingenuidad, mientras se sentía observada
desde la me-sa de la que acababa de levantarse.
–Sí, lo cierto es que lo es –dijo
Jean mientras notaba cierto tem-blor en las manos de Daphne. Los vasos la
delataban.
–¿Estás solo? –se atrevió a
preguntarle sintiéndose una estúpida por hacer esa pregunta. ¿Por qué diablos
la había hecho? Se es-taba poniendo en evidencia.
–Sí, he venido solo. ¿Y tú? –le
preguntó intentando sonar de lo más casual posible.
–Yo... estoy con unas amigas –dijo
señalando hacia la mesa donde tres mujeres observaban con inusitado interés la
escena.
–Bien, pues no te retengo más –le
dijo a modo de despedida que a Daphne le sentó mal por algún motivo. Parecía
como si una parte de ella quisiera quedarse allí con él; y otra tirara de ella
intentando hacerle ver que no era lo correcto.
–Bien, pues nada... si no te veo
luego... hasta mañana.
Jean asintió al tiempo que esbozaba
una sonrisa cargada de intención. Su mirada la siguió hasta que volvió a
sentarse. Para deleite de él, Daphne ocupaba la silla que quedaba justo
enfrente de donde se encontraba. Jean no perdió detalle de cada uno de sus
gestos, de sus furtivas miradas hacia él, así como las de las demás mujeres.
Sonrió burlón mientras se volvía hacia el camarero con una sonrisa cínica
dibujada en sus labios.
–¿Quién es?
–¿De qué lo conoces?
Varias
preguntas se agolparon en la cabeza de Daphne mientras ella trataba de no
escucharlas. ¿A qué venía aquel interrogatorio? ¿Acaso alguna de sus amigas
tenía interés por él?
–Es un compañero de
trabajo –se limitó a decir mientras lanzaba una última mirada hacia él y sentía
el pulso acelerarse. «Pero, ¿qué me pasa? ¿por qué me comporto de esa manera?
No entiendo a qué viene ponerme así... No puedo... no es lo correcto», se decía
tratando de justificarse. Pero cuanto más quería evitar mirarlo más veces se
sentía tentada a hacerlo.
–¿Por qué no lo invitas a sentarse
aquí con nosotras? –sugirió una de ellas.
–Sí, eso, venga. Díselo –insistió
otra.
–Es que... es que tenía prisa... me
ha dicho –respondió de manera atropellada mientras intentaba desviar la
atención hacia otros asuntos.
Y
cuando Jean se marchó y le dedicó una sonrisa de despedida ella sintió que una
corriente fría parecía rodearla. Lo siguió con la mirada mientras abandonaba el
local dejándola sumida en un mar de sentimientos encontrados.
Jean terminó de arreglarse para
salir. No era capaz de dejar de pensar en ella ni tan siquiera mientras lo
hacía. Sonrió al recordar el día en el que la cogió en brazos. Había nevado el
día anterior y la entrada al taller estaba helada. Jean la vio llegar en su
coche negro. Esperó a que bajara del mismo para acompañarla. Cuando ella lo vio
sintió un vuelco en el estómago. Caminó titubeando hasta la acera, más por
miedo a enfrentarse a su mirada que al hielo. Sin embargo con lo que no contaba
era con que una mala pisada iba a propiciarle una escena nunca antes imaginada.
Daphne sintió que los pies se le iban, y antes de que diera con sus huesos en
el suelo, Jean la sujetó y la alzó en alto mientras ella reía y al mismo
tiempo, le pedía que la dejara en el suelo.
–Bájame, por favor. Eres tremendo –le
dijo mientras sentía su corazón latir acelerado.
–Tal vez lo sea –le comentó mientras
la miraba con una intensidad desconocida. La dejó en el suelo con total
delicadeza mientras ella no sabía qué decirle; ni siquiera parecía tener
fuerzas para mirarle a la cara.
¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué
comenzaba a sentirse tan a gusto con él? ¿Y él, qué sentiría?, se preguntaba
ella.
Deambuló por el salón hasta su equipo de música, buscó la canción que le recordaba a ella, y no dudó ni un instante en escucharla. Al mismo tiempo recordaba cómo había pasado el tiempo y cómo él había seguido seduciéndola. Miradas, caricias ocultas, furtivas, ajenas a lo ojos de los demás; notas escritas de manera apresurada, que Jean deslizaba hábilmente entre las pertenencias de Daphne. Luego, cuando ella las encontraba y las leía, él podía percibir el brillo en sus ojos, el calor en sus mejillas, su sonrisa pícara...Y cómo lo buscaba con la mirada. Jean sonreía complacido. Todo iba según lo planeado. ¿O no? Jean comenzaba preguntarse si sus actos se debían a su juego por seducirla, o en realidad sentía la necesidad de hacerlo. Si sentía algo por ella.
Creía ver a Daphne confundida,
aturdida, y ello lo hacía sentirse a gusto consigo mismo; pero a la vez se
preocupaba porque nunca antes ninguna mujer lo había hecho sentir así. Creía
que incluso sentía cierta atracción por él; su forma de mirarlo; de hablarle;
de acariciarlo disimuladamente; sus comentarios... todos estos gestos empezaban
a calar hondo en su interior. ¿Sentiría algo por ella en realidad? En nada
tenía que ver con los sentimientos que él conocía. Parecía que hiciera vibrar
su corazón como el maestro las cuerdas de una guitarra provocando un sonido que
sólo él podía escuchar.
Mientras la melodía se filtraba en el
interior de su cuerpo y le provocaba una sonrisa irónica, los recuerdos
volvieron a su mente. Ahora éstos se centraban en cómo ella había ido
cambiando. Cómo le fue retando. Comentarios acerca de su vestimenta, de su
rostro recién afeitado, de su perfume.
Aún recordaba cómo el
día antes ella le había dicho:
–Me encanta cómo hueles hoy. La
verdad es que... –le confesó mientras él sonreía y se acercaba más a ella para
que percibiera su aroma.
–¿Más o menos que otros días? –le
preguntó él retándola a que le confesara la verdad, a que le dijera que ella
también estaba sintiendo cierta atracción por él; la misma que sentía por ella
desde hacía tiempo, y había estado demostrando.
–Me gustan ambas. Pero te dan un
toque... ummmm. No sé. Me gusta –le confesó mirándolo a lo ojos fijamente.
Él correspondió a este gesto con a mí
hay veces que una sonrisa y un:
–Me alegra saberlo. Y lo tendré en
cuenta.
Él había hecho lo mismo cuando le
confesó que le encantaba verla con aquel jersey de lana gris y los vaqueros. No
pudo imaginar que al día siguiente ella lo complacería de aquella manera. Al
verla, acercarse hasta él, no pudo reprimir una sonrisa irónica.
–Eres perversa.
–¿Por qué? –le preguntó con un toque
de malicia e ingenuidad a partes iguales.
–Eres una brujita malvada –le dijo
cariñosamente sintiendo que aquel gesto le había sorprendido. Nunca imaginó que
pudiera ser tan directa, y que siguiera sus consejos. El que se hubiera vestido
como a él más le atraía, le indicó algo. Así vestía el día de la celebración de
Navidad en el taller. Fue tal vez en ese momento cuan-do sintió que algo estaba
cambiando en su interior. El día que por primera vez se sintió tentando a
besarla. Y lo que nunca le había ocurrido antes le sucedió en aquel momento. Él
se quedó sin palabras. Él, que nunca había mostrado síntomas de debilidad ante
una mujer... ahora los mostraba. Aquellos recuerdos le provocaron una serie de
carcajadas. Sí. Era cierto. Sucedió de manera casual. Sin que ninguno lo
planeara. Un boom y ya está. Llegó sin avisar, sin pedir explicaciones, sin
preguntarles qué les parecía. Entre bromas y risas se fueron entendiendo, y aquella
tarde tras acabar un arduo trabajo, cuando subían en el ascensor a la
cafetería, él se acercó hasta ella e instintivamente la rodeó por la cintura.
No supo el porqué de su acto. Sólo sentía deseos de hacerlo. Le gustó cuando
Daphne respondió a su reclamo y se acercó a él. Sus cabezas se inclinaron y sus
labios quedaron a escasos centímetros el uno del otro. Se miraron a los ojos y
se dieron cuenta de lo que había surgido entre ellos. Algo que ninguno de los
dos esperaba, pero que había llegado de manera silenciosa y sin llamar la
atención, pero que al mismo tiempo era gratificante.
Recordó que se habían apartado en una acto reflejo, mientras Daphne sonreía y su rostro se tornaba encarnado. Ahora la miraba y comprendía que lo que había estado sintiendo por ella era lo que sospechaba desde hacía tiempo. Que le atraía. Que se sentía a gusto con ella. Que no quería que aquello que había empezado terminara allí.
–Creo que no hacen falta
explicaciones –dijo Jean mirándola y temiendo su reacción.
Pero lo que más le sorprendió fue que
ella se sentó en el escalón que conducía a la terraza y lo mi-raba mientras
encendía un cigarrillo.
–Me gustas, Jean. Lo llevas haciendo
desde... bueno que importa desde cuando. Lo cierto es que... –parecía que no le
salieran las palabras mientras sonreía y lo miraba fijamente– me haces sentir
cosas que no he sentido antes, y... Pero, estoy algo confundida.
–Tú a mí también –le confesó mientras posaba su mano
sobre la mejilla de Daphne; luego recorría el perfil de su rostro con su dedo
índice mientras memorizaba cada rasgo de éste, cada gesto... Y volvió a sentir
deseos de probar sus labios, de rozarlos levemente, de juguetear con ellos, de
saborear el néctar que destilaban, de embriagarse y perderse en su sabor, y
olvidarse de todo lo demás.
Dejarse llevar por el brillo de sus
ojos, sumergirse en su sonrisa, y sentir el tacto de su abrazo. Seguir viviendo
aquella experiencia el tiempo que fuera necesario... pues merecía la pena
arriesgarse. Si es un sueño, déjame soñar, pues no quiero despertarme, pensó
mientras le sonreía con ternura, con dulzura.
Jean entró en el bar donde había quedado con Michel. Lo encontró sentado a una mesa.
–¿A qué viene tanta urgencia? –le
preguntó.
–Viene a que abandono –le respondió
arrojando en la mesa el sobre con dinero.
Michel bajó la vista hacia éste y
luego miró fijamente a Jean.
–¿Por qué?
–Digamos que... lo que he ganado no
se paga con dinero –le dijo sacudiendo la cabeza.
–Pero, entonces... ¿la sedujiste? –le
preguntó ávido por conocer la respuesta.
Jean sonrió con ironía.
–No.
–¿No? –repitió Michel sorprendido.
–Ella me sedujo a mí. Y quiero darte
las gracias por tu apuesta.
–No me lo puedo creer. ¿Tú? ¿Te has
dejado atrapar por una mujer?
Jean volvió a sonreír.
–¿Por qué querías que lo hiciera?
–Por motivos personales que ya no
importan. Lo que me complace es que ha hecho tu trabajo.
Jean sonrió una vez más antes de
darse la vuelta y marcharse.
–¿Y ella?
Se
detuvo para mirar por encima del hombro a Michel pero no dijo nada.
Salió a la calle y tras cruzarla, se reunió con una mujer que lo aguardaba. La rodeó por la cintura y la atrajo hacia él. Ella se alzó sobre sus pies para poder rozar sus labios.
–Te echaba de menos.
–Pues ya estoy aquí.
–¿Viste a tu amigo?
–Sí, todo en orden. ¿Nos vamos?
Daphne sonrió al tiempo que rodeaba por la cintura a Jean y
apoyaba su cabeza sobre su hombro. Jean depositó un beso tierno sobre sus
cabellos mientras pensaba en que si no hubiera aceptado la apuesta de Michel,
nunca la habría conocido; pero ¿por qué quería Michel que él la sedujera?
Sonrió burlón y siguió caminando junto a Daphne adentrándose en un paseo cubierto
de hojas, mientras las primeras estrellas comenzaban a brillar en el horizonte,
y él sentía que sus días de seductor se habían terminado con ella.
Publicado en Narrativas, 18, Zaragoza, Julio-Septiembre 2010, pp.107-15
qué bonito, me ha encantado.
ResponderEliminarPero me quedo con la intriga de saber por qué Michel quería que Jean la sedujera.
Una historia bonita, bien contada y con final feliz, como a mí me gusta, jeje
Gracias, me alegra saber que te ha gustado. En cuanto al motivo que comentas, he preferido no especificarlo. Así cada lector puede pensar en el que más se ajuste a la historia.
ResponderEliminarLa verdad es que te mantiene pendiente de un hilo :D
ResponderEliminarMe alegra que haya sido asi. :) Intentaré que el siguiente también te guste.
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