30 ene 2012

Aventuras de Sigfrido

(Narrado por el librero Allofs)
Aquella tarde Jorg encaminó sus pasos hacia la única librería que había en el pueblo. Necesitaba comprar un bloc nuevo puesto que el primero ya estaba completo con los relatos escritos durante los casi dos meses que llevaba residiendo en el pueblo. La Navidad se acercaba y no había tenido tiempo de pensar en qué podría regalar a Heinrich, Flora e Ingrid. De manera que había decidido dar una vuelta por el pueblo. Pero a cada paso que daba se encontraba con algún vecino que lo paraba para charlar con él. Algunos le preguntaban por el estado de su colección de relatos e historias de aquellos parajes. Otros simplemente a preguntarle si acudiría a la fiesta de Navidad en la taberna. Cuando por fin se vio libre de todos ellos penetró en la vetusta librería del señor Allofs, quien sonrió complacido al verlo entrar.
- Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? –dijo extendiendo los brazos.- Pasa muchacho, pasa.
- Venía a comprar un cuaderno nuevo. El anterior ya lo he terminado con mis notas sobre los relatos.
- ¿Tantos tienes ya? –le preguntó un sorprendido Allofs. Éste era un hombre de unos cincuenta años, no más. El rostro sonrosado y los ojos claros. Sus cabellos habían comenzado a volverse blancos, dejando el color rubio sólo para aquellos que aún se resistían al paso del tiempo.
- Sí, la verdad es que en todo este tiempo que llevo en el pueblo no he dejado de recopilar historias. Lo cierto es que al final tendré que seleccionar las que más me gusten. O bien recopilarlas en dos volúmenes diferentes.
- El folclore en estos lugares es muy abundante. Estoy seguro de que no habrá nadie que no te haya contado una historia –apuntó mientras se volvía para buscar un bloc.
Por unos instantes Jorg curioseó entre los diversos libros y folletos que había en las estanterías. Extrajo uno de ellos que respondía al nombre del célebre héroe alemán, Sigfrido y comenzó a hojearlo. Cuando el señor Allofs regresó con el bloc, Jorg seguía aún absorto en la lectura del volumen.
- Veo que has encontrado algo de tu interés –señaló el librero.
- Nada fuera de lo común. Es un libro que habla de Sigfrido.
- Sí. He tenido la ocasión de leerlo.
- ¿Lo has hecho? –le preguntó Jorg cerrándolo y devolviéndolo a su lugar en la estantería.
- Pues claro. ¿Qué te pensabas? ¿Qué sólo me dedico a venderlos? –le preguntó contrariado por su reacción cuando le dijo que lo había leído.- El buen librero debe conocer en profundidad el material que ofrece. Y a ser posible haber leído todos y cada uno de los libros que vende, o la gran mayoría.
- ¿Y qué opinión le merece?
- Bueno, no está mal, aunque le faltan algunas historias que circulan de boca en boca en torno al héroe Sigfrido.
- Sí, suele pasar –asintió Jorg.- Una recopilación nunca está completa.
- Cierto. Pero es una pena que la historia de cómo conoció a Bruñilda no sea exactamente como la relata.
- ¿Ah no? Pero yo pensaba que...
- No mi querido amigo. La historia de cómo Sigfrido conoció a Bruñilda y lo que sucedió después de hacerlo en poco o nada tiene que ver con la versión descrita en el libro. ¿Te apetecería oírla? –le preguntó con una sonrisa sagaz el librero.
- Pues claro –asintió Jorg abriendo el cuaderno dispuesto a tomar notas.
El señor Allofs sonrió al verlo predispuesto para ello.
- Veo que he despertado tu curiosidad... Entonces escucha...

“Sigfrido, glorioso nombre que pronunciamos con fervor haciendo referencia a la encarnación de la belleza y del bien. Durante siglos, se han contados historias y se han recitado poemas y cantos alabando sus aventuras. Ensalzando sus victorias. Debes saber que su nombre procede de una pequeña ciudad de nombre Xanten, que significa “paz para los santos”.
En los días a los que mi historia se refiere una poderosa fortaleza se erigía en el centro de Xanten. Un rey llamado Siegmund vivía con su esposa Siegeline y su hijo Sigfrido. Cuando era un muchacho Sigfrido ya poseía una fuerza y bravura sin igual, así como su mente. Cuando contaba con tan sólo trece años era imposible tenerlo encerrado en casa pues anhelada emular a los grandes héroes de la Grecia clásica: Aquiles, Héctor, o Hércules. Escuchaba con gran atención las antiguas canciones y leyendas que recitaban los juglares en el castillo de su padre, y en muchas ocasiones deseaba ser él el protagonista de éstas. Su imaginación se llenaba de numerosas aventuras tras las cuales regresaba victorioso al hogar. Se sentía fuerte e inteligente en ambas proporciones, y su ansiedad por alcanzar cotas de gloria era desmedida. Pronto encontró la oportunidad de demostrar su valía.
Al pie de las Siete Montañas vivía un consumado armero llamado Miner. Conocido en aquellas tierras por ser el más afamado forjador de espadas. Sigfrido gustaba de este oficio y solicitó al armero que lo pusiera a su servicio para aprender el oficio, para poder forjarse así mismo su propia espada.
- Está bien –le dijo el armero- pero no tengo dinero para pagarte por tus servicios.
- No es dinero lo que quiero, sino forjar mi propia espada –le explicó Sigfrido.
- En ese caso... –comentó el armador encogiéndose de hombros.
Pronto se hizo conocida la descomunal fuerza que poseía Sigfrido. El chico, en ocasiones no conociendo el límite de ésta, golpeaba tan fuerte el hierro que lo partía teniendo que empezar de nuevo. Había ocasiones en las que no sabiendo como estar ocioso, cogía a sus compañeros de trabajo en alto y los levantaba sin mayor esfuerzo que levantar una pluma para cualquier otro hombre. Luego los dejaba caer sin tener en cuenta el daño que la caída les producía dejando su cuerpo magullado y herido con diversos cardenales y señales sobre éste. En una ocasión golpeó e hizo añicos la barra con la que estaba trabajando, y golpeó el yunque enviándolo al suelo con un solo golpe.
El armero lo contemplaba asombrado por la fuerza que disponía el joven muchacho, casi podría decirse que era sobrenatural. Pensando que aquella fuerza podría volverse contra él o contra los demás trabajadores decidió deshacerse de él. Por este motivo concibió un plan para matarlo.
Se decía que cerca de aquel lugar habitaba un dragón que mataba y después se comía a todo viajero que pasaba cerca de su cueva. Mimer ordenó a Sigfrido ir al bosque en busca de leña para quemar en el horno, sabiendo que tendría que cruzar por la cueva del dragón y con ella no regresaría:
- Quiero que vayas al bosque y traigas leña para la marmita.
- No hay problema. Tardaré poco –le dijo el muchacho confiado, y sin imaginar la sorpresa que le tenía aguardando.
Encaminó sus pasos hacia el bosque de manera resuelta, sin sospechar nada. Pero de repente el dragón apareció cerca de él caminando de manera silenciosa. Curvando su cuerpo abrió su boca enseñando sus mandíbulas con intención de devorar a Sigfrido. Los ojos de éste brillaron con una mezcla de emoción y sorpresa ante la expectativa de un enfrentamiento con el dragón. Sin dudarlo ni un solo instante, cogió una vara de leña y golpeó con ella al dragón en la boca. Gimiendo de dolor el dragón se volvió sobre sus pasos, pero al momento volvió a atacar a Sigfrido. Esta vez con mayor ansia debido a la ira que sentía por el golpe recibido. Pero Sigfrido evitó su ataque saltando hacia un lado, para posteriormente golpear al animal en la cabeza con una roca que acababa en punta. Una vez que el dragón estuvo aturdido por el golpe, Sigfrido cogió su espada y cortó la cabeza de la bestia. Minutos más tarde con el montón de leña que había reunido preparó una fogata a la que arrojó la cabeza del dragón.
Mientras contemplaba como el fuego devoraba la cabeza del animal, un pájaro que había posado sobre un árbol cercano cantó alegremente. Sigfrido lo escuchó detenidamente y entendió las siguientes palabras:
- Si quieres convertirte en un ser invencible, despójate de tus ropas y úntate con la grasa del dragón.
Sigfrido no se lo pensó dos veces y siguiendo las indicaciones del pájaro se untó todo el cuerpo con la grasa del dragón. Pero cuando lo estaba haciendo una hoja de un árbol voló hasta posarse entre sus hombros. Aquella parte del cuerpo del héroe quedó sin untarse en grasa volviéndola más vulnerable. Cuando hubo concluido, cogió la cabeza del dragón y regresó al taller del armero. Cuanto más se acercaba a éste, más crecía su ira, pues intuía que el armero era conocedor de la existencia del dragón, y que había querido que éste lo matara.
Por su parte, Miner había visto a Sigfrido avanzar hacia él con determinación, y no le había gustado para nada la expresión de su rostro. Se sobresaltó cuando vio el trofeo que portaba, y que no era otro que la mismísima cabeza del dragón. Rápidamente corrió a esconderse pues era consciente del enfado de Sigfrido.
- ¡Miner! ¡Miner! ¿Dónde te has metido? –gritaba Sigfrido mientras dejaba la cabeza del dragón sobre el suelo y comenzaba a mover todos los utensilios, que había en el taller de un lado a otro.
 Pero por más que lo buscó no consiguió encontrarlo por ningún lado y decidió emprender su camino. Viajó durante bastante tiempo sin a penas descanso. Recorrió valles. Ascendió montañas. Cruzó ríos. Se embarcó con su caballo hasta llegar a una costa lejana y desconocida para él. El noble animal ascendió una montaña rocosa hasta su cima donde encontraron un castillo rodeado por una muralla de llamas. Sigfrido sintió curiosidad por saber quien habitaba en el castillo, y porqué éste aparecía protegido por las llamas. Durante unos momentos meditó qué podía hacer. Justo el tiempo en el que una voz le dijo:
- Rompe el encantamiento. Atraviesa las llamas con determinación. La más hermosa doncella será tu recompensa.
El joven y valiente Sigfrido no  se lo pensó dos veces y con determinación indicó a su montura que siguiera adelante, y atravesara la muralla de fuego. Una vez cruzada la muralla las llamas desaparecieron. El encantamiento fue derrotado, y Sigfrido se encontró ante la más impactante fortaleza que jamás había contemplado. De muros anchos y robustos, y altas torres de vigilancia. No había señales de seres vivientes cuando cruzó el puente levadizo que conducía hacia su interior. Se adentró en numerosas habitaciones, recorrió numerosos pasillos, ascendió y descendió escaleras. Estaba harto de caminar de un lado para otro buscando a la doncella que había indicado la voz cuando por fin la encontró. Sobre una exquisita y ricamente adornada cama yacía la forma más delicada y hermosa de una joven. Sus cabellos se asemejaban al oro bruñido y estaba adornado con piedras preciosas. Estaba vestida con los ropajes más caros y relucientes que él jamás había visto. Lentamente se acercó hasta el lugar. Hasta que las puntas de sus botas rozaron la cama. Por unos momentos Sigfrido no supo que hacer. No se movía. Se limitaba a contemplar a la dama con admiración. Y cuando sus ojos se posaron en sus sonrosados labios sintió enormes deseos de besarla. Se inclinó sobre éstos y los cubrió con delicadeza con un beso apasionado y lleno de amor. La joven, Bruñilda cuyo nombre conocería más tarde, abrió los ojos a los pocos momentos, al mismo tiempo que el castillo parecía cobrar vida. De repente aparecieron sus habitantes rica y elegantemente ataviados.
Todos quisieron que Sigfrido permaneciera en el castillo, el cual había sido prisionero de un encantamiento. Pero Sigfrido, lejos de aceptar tal propuesta decidió rechazarla y partir en busca de nuevas aventuras, eso sí, prometiendo regresar junto a la joven Bruñilda.

- Como ves, mi querido amigo,  -continuó diciendo el librero- Sigfrido no se quedó con Bruñilda, sino que su espíritu indomable y aventurero le empujó a buscar nuevas aventuras.
- Me recuerda en cierto modo a Hércules y sus doce trabajos –apuntó Jorg.
- Sí, bien pudiera parecerse. No en vano Sigfrido siempre fue considerado como un héroe, e incluso una especie de dios para el folclore alemán.
- ¿Conoce alguna aventura más de Sigfrido?
- Bueno, verás, son muchas las canciones, y leyendas que se le atribuyen. Algunas de las cuales no pasan por ser meras invenciones. Otras en cambio no fueron vividas por él, pero se le atribuyeron en sus días para realzar su valor, y el de la propia aventura. No obstante si siguiéramos profundizando en su vida y sus acciones veríamos que las aventuras de Sigfrido están plagadas de alegría, tristeza, pasión, amor, llanto, muerte, odio, heroísmo, cobardía en definitiva todas las características propias de cualquier ser humano. Hasta llegar a la última leyenda en la cual Sigfrido termina envuelto en un velo de pena.
- ¿Está aquí? –preguntó Jorg levantando en alto el ejemplar que había tomado de la estantería.
- Por supuesto. Aunque son muchos los que aseguran que su triste final no es sino una invención de alguien a quien no le cayó muy bien.
Jorg lanzó una furtiva mirada al libro y luego de devolverlo a su lugar sonrió al librero.
- Espero que te haya servido.
- Claro. Estoy copiando todas y cada una de las historias que me cuentan.
- Ardua tarea joven amigo.
En ese momento un cliente entró en la librería y Jorg hubo de despedirse hasta otra ocasión. Estaba satisfecho con el nuevo relato que hacía el número diez de su recopilación. No sabía a ciencia cierta cuantos relatos podía o quería reunir; pero cuantos más tuviera más posibilidades tendría de escribir un segundo volumen. Lo cierto es que lo que en un principio comenzó como una broma, o una especie de juego, se estaba convirtiendo en algo personal y con lo que estaba disfrutando. Pero si había algo que le hacía disfrutar más, era la compañía de Ingrid. Y a medida que encaminaba sus pasos hacia la posada y la contemplaba a través de la ventana de ésta, más reconfortado se sentía y más dichoso.
- Sí, -se dijo- es una suerte que perdiera el tren a Frankfurt.

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