29 ago 2011

La tarjeta de cumpleaños

Eran las ocho de la mañana cuando Sara se despertó.  La misma luz, que se filtraba por las rendijas de la persiana, y bañaba su rostro surcando por innumerables arrugas y su pelo blanquecino, la obligaba a mantener los ojos cerrados. No tenía prisa por levantarse, de hecho ningún día lo tenía desde  hacía ya más de veinte años en que se había quedado sola. Lentamente comenzó a estirar sus agarrotados músculos y a incorporarse en la cama quedándose sentada sobre la misma unos instantes antes de decidirse a abandonarla. Se calzó sus viejas zapatillas de color azul y se echó una colcha por encima de los hombros para no enfriarse. Lentamente caminó hacia el cuarto de baño, como cada mañana, para asearse. Encendió la luz y  vio su rostro reflejado en el espejo. Se aproximó hasta que la respiración empañó el cristal, ya algo gastado por el paso de los años. Se percató de que otra arruga surcaba la comisura de sus labios.

- Ayer no estabas ahí - le dijo como si se tratase de una persona.- Bueno, que importa a mi edad. Mi regalo de cumpleaños ha llegado muy temprano.

Sara suspiró mientras recordaba sin ninguna emoción que aquel día era su cumpleaños. Cumplía la friolera de ochenta años; cantidad nada desdeñable para una mujer que vivía sola y tenía que cuidar de si misma. De inmediato, se puso el mejor vestido que tenía en el armario. Se peinó adecuadamente para la ocasión y pasados unos minutos volvió a mirarse en el espejo.  Ahora se vio radiante, con su vestido de lunares y una sonrisa en la boca. A decir verdad, no sabía porqué motivo había decidido arreglarse, puesto que no esperaba ninguna visita. Nadie venía a su casa desde hacía años. Sara vivía en una pequeña casa de dos pisos y un jardín. El piso de arriba contenía las habitaciones y el aseo. En la planta baja estaban la cocina y un salón recibidor con una amplia chimenea que encendía en los meses del crudo invierno. Un camino de tierra salía desde la puerta principal hasta la portezuela que daba a la calle. Un muro de piedras, no muy alto, circundaba todo el terreno que ocupaban la casa y el jardín. Su marido lo había levantado hacía ya más de cincuenta años. El jardín lo formaban pequeñas plantas y arbolitos que le daban otro aspecto a la casa. Pronto tendría flores pues los brotes iban ya muy avanzados. Al bajar por la escalera al piso inferior se dio cuenta de que el cartero había deslizado una carta por debajo de la puerta. A primera vista le extrañó, pues los meses pasaban sin que recibiera ninguna misiva de nadie. Pero hoy, es mi cumpleaños, pensó, tal vez alguien se haya acordado de mí. Se agachó con grandes esfuerzos para recogerla del suelo y la abrió. Dentro una pequeña nota escrita a mano decía: ”Para Sara, con todo mi cariño, en su ochenta cumpleaños”. No había firma. Ni remitente. Ni nada que identificara al autor de aquella tarjeta. La introdujo de vuelta en el sobre y la apretó contra su pecho llena de excitación. De repente, escuchó la voz distorsionada de un hombre. Se asomó por la ventana y descubrió una furgoneta aparcada en frente de su casa con dos altavoces por lo cuales salía la voz algo distorsionada. Una pequeña niña de pelo negro como el betún y piel tostada por el sol se encontraba a la puerta de la entrada al jardín. Llevaba puesto un vestido gastado y algo sucio. Se trataba de una pequeña gitana de ojos verdes y vivarachos. Al verla, Sara abrió la puerta de casa y fue hacia ella. No se había dado cuenta de que había dejado caer al suelo la tarjeta de felicitación.

- ¿Puedo ayudarte en algo, niñita? –le preguntó con voz dulce mientras se le acercaba.

La pequeña gitana se agachó unos segundos para volver a incorporarse con algo en su mano.

- ¿Querría comprarme un ramo de violetas, señora? –le preguntó con gesto amable la gitanilla.- Son muy bonitas. Y huelen muy bien –le dijo tendiéndoselas.

Sara las tomó, y al hacerlo sintió el roce de la mano de la pequeña gitana en la suya propia.

- Sí. Son preciosas. Iré a buscar el monedero –le dijo.- Mientras tanto, puedes pasar si quieres –comentó Sara mientras abría la puerta de madera, pintada de color verde,  para que la chiquilla pudiera pasar.

Sara entró en casa seguida de la muchacha que se quedó en el salón mirando las viejas fotografías sobre la repisa de la chimenea, mientras Sara subía a su cuarto.  La curiosidad de la muchacha la llevó a tropezarse con la felicitación que había quedado en el suelo. La recogió y la abrió, no sin antes asegurarse de que la mujer no aparecería de repente y la pillaba husmeando. Una vez que la hubo leído la dejó sobre una pequeña mesa y caminó hasta la puerta al escuchar como crujían los escalones de madera a cada paso de Sara.

- ¿Cuánto valen, niña? –le preguntó cogiendo un puñado de monedas del fondo de un monedero descolorido con los bordes descosidos y pelados por el paso del tiempo

- ¿Es su cumpleaños verdad? – le preguntó la chiquilla, lo cual no dejó de sorprender en gran manera a Sara, quien no supo que decir.- Será mi regalo para usted –le dijo rechazando el dinero que le ofrecía.- Se que no es mucho y que tal vez esté acostumbrada a algo mejor. Pero es cuanto tengo. Bueno debo dejarla, mis padres me esperan para continuar el viaje. ¿Puedo visitarla si vuelvo a pasar por delante de su puerta?

- Claro. Siempre que quieras. Sería un placer.

La gitanilla se marchó sin decir más salvo un beso de despedida en la mejilla de la mujer. Ésta la vio caminar por el sendero de tierra que conducía a la puerta de entrada al jardín, y subirse después en la furgoneta de sus padres. Sara, sin soltar la violetas, salió de su casa e hizo el mismo recorrido que la muchacha hasta llegar a la puerta de madera de la entrada, justo a tiempo para contemplar como la furgoneta se alejaba de ella.

- Gracias, bonita. Muchas gracias –murmuró mientras apretaba las flores contra su pecho y aspiraba su fragancia. Sin duda alguna aquella muchacha le había hecho el regalo más hermoso de cumpleaños. Sus ojos comenzaron a empañarse y decidió que ya era hora de volver a casa. Al entrar, caminó hasta el salón con intención de depositar las flores en un jarrón, cuando la tarjeta de felicitación volvió a llamar su atención. La abrió de nuevo y comenzó a releerla. Y sonrió. Una sonrisa llena de complicidad. Cuando hubo concluido la guardó en el sobre y se dirigió al mueble del salón. Abrió el cajón y la depositó junto a todas las demás. La misma tarjeta que durante más de veinte años no había faltado a su cita. 

(Publicado en Literatura Virtual, Méjico.)

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