23 ago 2011

La dama arrogante


Esta historia aconteció hace ya muchos años en la ciudad de... Los habitantes de las aldeas cercanas traían sus animales, para venderlos en el mercado de la ciudad. Nuestra protagonista era de clase más bien humilde. Su marido era zapatero, y a penas sacaba unas monedas al día con las que comer. Normalmente la buena mujer gastaba parte de ese dinero en el mercado. Una gallina le bastaba para alimentarse durante dos o tres días.
            Cuando se acercó al puesto de las aves la tendera le ofreció un par de hermosos ejemplares procedentes de la aldea de... Sucedió entonces que la mujer las compró, pues había escuchado decir que las gallinas de aquella región eran las mejores.
            Al llegar a casa se dispuso a preparar un guiso. Cuando abrió la gallina vio que en el estómago de ésta había un objeto de dimensiones considerables. Cuan grande fue su sorpresa al descubrir que se trataba de una pepita de oro. Loca de alegría se dispuso a abrir la otra, y para su sorpresa también tenía una. Durante unos segundos estuvo pensando en la posibilidad de que las demás gallinas también tuvieran oro en su interior. Se precipitó a la calle y corrió de vuelta al mercado. Al llegar al puesto gastó lo que le quedaba de sus ahorros en las gallinas creyendo que encontraría más oro.  Y efectivamente una vez abiertas descubrió que todas tenían idénticas pepitas.
            De la noche a la mañana nuestra humilde mujer se convirtió en una rica dama que vestía lujosos trajes y paseaba en una calesa tirada por dos caballos blancos. La fortuna le había sonreído y ya no vivían del taller de su marido, sino que estableció una serie de tiendas cerca de la plaza. Cambió la humilde casa, que durante toda su vida fuera su hogar, por una espléndida mansión a las afueras de la ciudad. Su elevada situación económica hizo que pronto se olvidara de su origen humilde, y comenzó a sentir cierto desprecio por los pobres.
            Quiso el azar que paseando una mañana por el puente de San Carlos se encontrara con un mendigo que pedía limosna. Al verla llegar en su lujoso coche de caballos y ataviada con tan ricos vestidos el mendigo se acercó a pedirle algo de dinero:
            - Señora, por caridad. Vos sois rica y yo apenas tengo un mendrugo de pan que llevarme a la boca –le dijo el pobre hombre mientras tendía su huesuda y sucia mano hacia la dama.
            La dama lo apartó con gesto despectivo a lo que el mendigo respondió.
            - Ojalá nunca tengáis que veros en mi situación.
            Pero en vez de compadecerse del pobre hombre y, para demostrar si cabe más aún su arrogancia se desprendió de uno de sus más brillantes anillos.
            - El día que esta joya vuelva a mi poder tus palabras se harán realidad.
            Y riendo a carcajadas lo lanzó con todas sus fuerzas a la aguas del río ante la atónita mirada del mendigo.

            Pasaron varios días hasta que uno de los sirvientes de la dama la llamó corriendo a la cocina.
            - La fortuna vuelve a llamar a vuestra puerta, señora –dijo el criado mientras le mostraba un hermoso anillo que la dama reconoció. Al momento palideció y sintió como las piernas le fallaban, y  ante la sorpresa del criado caía desmayada. Cuando por fin se hubo recobrado de tan infortunado incidente  llamó al criado ante su presencia. El hombre acudió de inmediato ante su señora. La encontró de pie caminando de una lado a otro como si de una fiera enjaulada se tratara. Al verlo se dirigió hacia él y le preguntó:
            - Dime Sebastián, ¿de dónde ha salido ese anillo?.
            - Lo encontré en el interior del besugo que trajo Miranda del mercado.
            - ¿Lo tienes ahí?.
            - Claro señora –respondió Sebastián sacándolo del interior del bolsillo de su chaqueta y mostrándoselo a su ama.
            La sola imagen del mismo provocó cierto malestar en la dama que pareció como si fuera a desmayarse de nuevo, pero en esta ocasión logró contenerse. El anillo brillaba a la luz de la lámpara emitiendo hermosos destellos de varios colores. La dama tendió su mano temblorosa para cogerlo, pues lo había reconocido al verlo la primera vez. Finalmente, lo tomó en sus manos y tras observarlo detenidamente sonrió a Sebastián y le ordenó que se marchara.
            Una vez a solas con la sortija la contempló una y otra vez para convencerse de que era el mismo anillo. Intentó buscar alguna diferencia en éste que la hiciera dudar. Pero no la halló. Era sin ninguna duda su anillo. El mismo que un día arrojó a las aguas del río. Rápidamente la imagen del mendigo y sus palabras invadieron su mente. “Ojalá no tengas que verte tú misma en esta situación”. Pero lo que más le aterraba era la respuesta que ella misma le había dado: “El día que este anillo vuelva a mi, tus palabras se harán realidad”. Sintió una angustia sin precedentes. Un sudor frío le recorrió el cuerpo mientras caminaba de un lado a otro de la habitación retorciéndose las manos. ¿Y si aquel vaticinio se hiciera realidad?. No hablaba en serio, claro. Tan sólo era una forma de hablar pero nunca le deseó mal a nadie. Sin embargo, sabía que había despreciado aquel hombre. En un intento desesperado por arreglar la situación mandó llamar su coche y dirigirse al puente de San Carlos. Quería encontrar al mendigo para entregarle el anillo. Pero todo esfuerzo fue inútil. El mendigo no estaba. Lo buscó por toda la ciudad pero no lo halló. Preguntó a otros de su clase si lo conocían o lo habían visto, pero nadie supo responderle. Cansada de ir de un lado para otro por toda la ciudad decidió regresar a casa.
            - ¿Qué destino me aguarda a partir de ahora? –pensó en voz alta la dama de camino a su mansión. – Pero, ¿por qué me preocupo por tanta superchería? Tal vez no sea más que una coincidencia que no pasará a más.
            Pero antes de llegar a casa las desgracias comenzaron. Una densa humareda se alzaba delante de ellos. El cochero fustigó los caballos ya que el humo procedía sin duda de la mansión de la señora. Y en efecto, cuanto más se aproximaban más segura estaba ella de se trataba de  su propia casa la que estaba ardiendo. Sus criados y su marido habían logrado salvarse por poco. En un acto reflejo desvió la mirada hacia el anillo pero no se desprendió de él por miedo a que nuevas desgracias vinieran sobre ella.   A la mañana siguiente cuando fue a la ciudad para asegurarse que sus negocios no habían sufrido percance alguno comprobó que éstos habían sido saqueados.
            - Escuché ruidos en medio de la noche. Ruido de cristales rotos y puertas echadas a bajo –le contó un vecino cuya casa estaba situada junto a las tiendas de zapatos.
            En una sola noche había perdido su casa y sus negocios. Recordó que aún le quedaba la vieja casa donde solían vivir. Encaminó sus cansinos pasos hacia ésta, y tras entrar en ella se derrumbó sobre la cama.
            Pocos días después su marido cayó enfermo y ella hubo de cuidarlo. Los sirvientes que tan fielmente la habían servido anteriormente comenzaron a dejarla sola. No tenía dinero con el que  seguir pagando sus servicios. Su marido empeoró hasta que llegó el día en el que ya ni siquiera se despertó. Sumida en la más profunda angustia volvió a recordar la imagen del mendigo.
            - ¿Era él el causante de todas aquellas desgracias? –se preguntó.
            Hubo de vender todas sus pertenencias para poderle pagar un entierro digno a su marido. Y con cada cosa que vendía más y más se acordaba de aquel maldito día en el que un mendigo se cruzó en su camino. Pero lo que más le dolió fue el desplante que le había hecho. Casi nada le quedaba ya. A penas un poco de dinero para comprar algunas legumbres que llevarse a la boca. La gente la contemplaba y cuchicheaba en las esquinas por donde ella pasaba.
            - Mírala –decían al verla deambular por las calles- la que un día nadó entre oro hoy no tiene una triste moneda con la que comprar un trozo de pan.
            Aquellos a los que en el pasado había menospreciado vertían toda su ira sobre ella. La empujaban y le arrojaban verduras que ella se prestaba en recoger con el fin de comer. Su casa comenzó a necesitar mejoras que ella no podía pagar. Comenzó a dormir en la calle, por miedo a que el techo se le viniera encima y acabara con ella. Aunque en ocasiones pensaba que aquello era lo mejor. Día tras día se arrepentía de las palabras pronunciadas al mendigo.
            - Si pudiera volver atrás en el tiempo. Si pudiera volver a aquel fatídico día –se decía en medio de la oscuridad de la noche acurrucada en un rincón de la plaza. Lo único que le quedaba era el anillo del cual no se había vuelto a desprender a pesar de todas sus desgracias.  Si lo vendiera podría volver a empezar. Pero sólo pensar en lo que podría pasarle le hacía desistir en su idea. Nada le quedaba ya. Caminaba descalza como un alma en pena por las calles de la ciudad. Las mismas calles por las que se había paseado ricamente ataviada en su calesa tirada por sus caballos blancos. Encaminó sus pasos una vez más hacia el lugar donde había conocido su desgracia, el puente de San Carlos. Buscó con su triste mirada al mendigo pero no lo halló. Su sitio estaba vacío. La mujer se acercó lentamente y vaciló. Volvió la cabeza como si temiera que alguien la reconociera. Sus marcadas ojeras de noches y noches sin dormir en condiciones. Sus ojos hundidos en las cuencas. Su pelo pegado a la cabeza por la suciedad de las calles. Tras meditarlo largo tiempo se sentó en el lugar donde en una ocasión hubo un mendigo. La gente pasaba por su lado y la miraba, pero nadie le daba una moneda. Hasta que finalmente un joven caballero tuvo compasión de ella. Se apeó de su coche de caballos, y se acercó hasta la mujer para depositar una moneda en aquellas manos sucias y encallecidas, que una vez habían sido engalanadas con todo tipo de sortijas y pulseras. La mujer miró la moneda y después al hombre. El corazón le dio un vuelco al creer reconocer aquellos ojos. Volvió la mirada hacia la moneda, y cuando iba a darle las gracias al caballero éste había desaparecido. De nuevo, los recuerdos de aquel día volvieron a invadir su débil mente. Si se hubiera comportado como lo había hecho aquel caballero con ella, ahora no estaría en aquel lugar como una pobre desgraciada. Ella que había tenido todo el oro que había deseado se veía abocada a la más completa miseria. Y para recordarlo guardaba el anillo, al que de vez en cuando echaba una mirada, sólo para acordarse de lo arrogancia mostrada en una ocasión, y a lo que la había conducido.


(Publicado en Comentariosdelibros.com, Málaga, Diciembre 2006)

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